Era invierno, recién entrado diciembre, y decidí que no cometería otra vez el mismo error. Dejé de lado los cereales en la cocina, me puse la mochila y me fuí bien cargada, como siempre, hacia el Instituto. Por ese entonces aún no había renunciado a llevar 10 quilos en la espalda cada mañana, pero no faltaba mucho para que lo hiciera, y decidiera ser la primera en llevar un ordenador a clase.
Aunque hoy añoro el olor de los libros.
Todo siempre era muy intenso en esa época, mientras bajaba en bicicleta hacia el pueblo, y cada vez tenía miedo a caerme cuando iba rápido. Sabía que era improbable que sucediera, pero una parte de mí seguía teniendo miedo. Miedo de que “algo” fuera mal, de que en cualquier momento una rueda me traicionara, o que el viento decidiera tumbarme. Así me sentía en general, con una increíble ilusión hacia la vida, pero sin certeza de que se hiciera realidad.
Solo tenía mis auriculares y las novelas para irme lejos a ese sitio dónde lo que ocurría era curiosamente predecible, dónde podía mover mi cuerpo y expresar todo lo que saliera de él. Recuerdo esas tardes escuchando música, sabiendo que mi madre volvería enfadada del trabajo, que mi padre seguiria refugiándose en su despacho para no oírla. Y ese dolor me corrompía por dentro, pero tenía el sol y las muntañas, a la vez que mi cuerpo vibrando con cada nota. Nunca sé qué es lo que me salvó, creo que simplemente el escuchar la única voz de la que no me hablaron.
Hay muchas voces ahí fuera, pero ninguna me revelaba lo que necesitaba.
Todos hablaban y decían: no puedes, no debes, no es probable, no es fiable, no es conveniente…estaba más acostumbrada al no que a la ensalada.
Pero algo increíble, algo terrible, terrible para los demás y increíble para mí se alzaba en mi interior, una especie de éxtasis, una especie de “no escuches absolutamente nada de lo que te digan”. Un “en realidad no importa nada”. Un “el cielo está ganado”.
Recuerdo como al terminar mi primera saga de fantasía me levanté llorando y dije: yo voy a ser escritora. Y allí me puse a escribir mi primer libro.
Desde entonces las voces me han intentado tumbar, la puerta se ha intentado cerrar, pero cada vez que mis manos se han puesto a escribir no ha habido vuelta atrás. Todo lo demás ya me lo han dicho, pensé. Para qué escuchar más un cd rallado?
Entonces quise amar.
Amar intensamente, amar y que compartieran mis sueños.
Mi padre se enfadó mucho cuando descubrió que tenía novio, nunca acabé de entender el porqué. Me avergoncé de mi misma. Pero no podía parar de amar. No podía dejar pasar la vida que se exprimía entre mis manos. Luego, ese diciembre, uno de los días en que llegué en bici a clase, en el patio, conocí a un chico siete años mayor que yo. Y poco después tuve mucho miedo a que mi padre me riñiera otra vez.
Pero en lugar de ocultarme, en lugar de tener miedo, decidí escojer el coraje.
El día en que me senté a comer en Navidad, a la mesa con toda la familia. Recordé una frase de Einstein: “La locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”. Entonces decidí que no me escondería otra vez, y que el amor no es algo que deba esconderse.
Me dieron una charla de dos horas sobre lo que no debería hacer con él, yo sabía que no lo haría, no aún.
Y más allá del dolor, algo se liberó, y de repente tuve una sensación de poder, de poder sobre mí, de poder sobre mis circunstancias. De que si yo me decía a mí misma la verdad, ningún dolor podía durar mucho tiempo.
Descubrí la sensación del coraje.
Y desde entonces es lo único certero que, entre tantas voces,
me ha podido guiar.